sábado, 28 de abril de 2018

Tiempos Difíciles

EL siguiente es el fragmento de una novela de Charles Dickens, escritor inglés que en sus obras abordó cuestiones de la realidad social de las ciudades y sus habitantes durante la primera revolución industrial.

Libro I Capitulo V. Charles Dickens. Tiempos difíciles.


Un día de sol en plena canícula. A veces hace días así hasta en el mismo Coketown.
Visto Coketown desde lejos con semejante tiempo, yacía amortajado en una neblina característicamente suya, que parecía impermeable a los rayos del sol. Se advertía que allí dentro había una ciudad, porque era sabido que sin una ciudad no podía existir aquella mancha fosca sobre el panorama. Un borrón de hollín y de humo, que unas veces se inclinaba confusamente en una dirección y otras en otra; que unas veces ascendía hacia la bóveda del cielo y otras reptaba sombrío horizontalmente al suelo, según que el viento se levantaba, caía o cambiaba de cuadrante; una masa densa e informe, cruzada por capas de luz que ponían únicamente de relieve amontonamientos de negrura: así era como Coketown, visto a distancia, y aunque no se descubriese uno solo de sus ladrillos, daba indicios de sí mismo.
Lo admirable de Coketown era que existiese. Tantas veces había sido reducido a ruinas, que causaba asombro cómo había podido aguantar tantas catástrofes. Se puede afirmar que los fabricantes de Coketown están hechos de la porcelana más frágil que ha existido jamás. Por grande que sea el mimo con que se los manipule, se rompen en pedazos con tal facilidad, que lo dejan a uno con la sospecha de si no estarían antes agrietados. Cuando se les exigió que enviasen a la escuela a los niños que trabajaban, se arruinaron; cuando se nombró inspectores que inspeccionasen sus talleres, se arruinaron; cuando estos inspectores manifestaron dudas acerca del derecho que pudieran tener esos fabricantes a cortar en tajadas a los obreros con sus máquinas, se arruinaron; y cuando se insinuó la opinión de que acaso no fuese indispensable que produjesen tanto humo, se arruinaron total y definitivamente. Además de la cuchara de oro del señor Bounderby, que andaba en boca de casi todos en Coketown, era muy popular en esta ciudad otro mito, que adoptaba la forma de una amenaza. Siempre que un coketownense creíase perjudicado, es decir, siempre que se le impedía campar por sus respetos y alguien proponía que se le hiciese responsable de las consecuencias de sus actos, podíase tener la seguridad de que reaccionaría con la espantosa amenaza de que «antes arrojaría al Atlántico todos sus bienes».Esta amenaza había puesto en varias ocasiones al ministro del Interior a dos dedos de la muerte.
Sin embargo, los coketownenses eran tan patriotas, a pesar de todo, que jamás arrojaron sus bienes al Atlántico, sino que, por el contrario, tuvieron la amabilidad de cuidarlos celosamente. Allí estaba, pues, Coketown, entre la neblina lejana, creciendo y multiplicándose.
Las calles estaban abrasadas y polvorientas en aquel día de verano, y el sol era tan brillante que atravesaba el espeso vapor que caía sobre Coketown y no permitía fijar en él la vista. Los fogoneros surgían de profundas puertas subterráneas para salir a los patios de las fábricas, y tomaban asiento en gradas, postes y vallas, enjugándose los rostros ennegrecidos y mirando los carbones. La población entera daba la impresión de estar friéndose en aceite. Se percibía en todas partes un penetrante aroma de aceite caliente. Las máquinas de vapor aparecían brillantes de aceite; la ropa de los obreros tenía manchas de aceite; las fábricas, a través de todos sus pisos, destilaban y chorreaban aceite. En los palacios de hadas la atmósfera parecía el aliento del siroco, y sus moradores, desfallecientes de calor, trabajaban lánguidamente en el desierto. Pero no había temperatura capaz de devolver su juicio a los elefantes ni de enloquecerlos más de lo que estaban. Sus fastidiosas cabezas iban y venían al mismo compás con tiempo caluroso o con tiempo frío, con tiempo húmedo o con tiempo seco, con tiempo bueno o con mal tiempo. A falta del susurro de los bosques, Coketown sólo podía ofrecer el vaivén acompasado de las sombras de esos elefantes en los muros; en cambio, para sustituir el zumbido veraniego de los insectos, podía ofrecer durante todo el año, desde el amanecer del lunes hasta el anochecer del sábado, el zumbido de las transmisiones y poleas.
Zumbaban perezosamente durante todo aquel día de sol, adormilando aún más y dando más calor aún al caminante que pasaba junto a los muros susurrantes de las fábricas. Las persianas y los riegos refrescaban un poco las calles principales y los comercios: pero las fábricas, los patios y las callejuelas ardían lo mismo que un horno. Río abajo, un río negro y espeso de residuos colorantes, algunos muchachos coketownenses que estaban de asueto - una escena rarísima en dicha población- bogaban en una lancha absurda que dejaba en las aguas una estela espumosa conforme avanzaba ; y a cada inmersión de los remos se removían olores nauseabundos. Pero el sol mismo, aunque produzca en general efectos beneficiosos, era menos benigno con Coketown que el frío más rudo, y rara vez clavaba fijamente su mirada en los rincones más apretados de la ciudad sin que engendrase más muerte que vida. Así es como el ojo del mismo cielo se convierte en un ojo maldito cuando unas manos incapaces o sórdidas se interponen entre él y las cosas a las que él mira para llevarles su bendición.

Libro II Capitulo I. Charles Dickens. Tiempos difíciles.

¿Qué características de la Revolución Industrial podés dentificar en el relato?
¿Alguna de las imágenes vistas en la publicación anterior te viene a la mente mientras lees?



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